De tiempos de ocio

Volvió a mirar su mano izquierda, en donde relucía el anillo que había portado ya por dos años. Volvió a mirar aquella promesa que la había hecho sentir en cuestión de meses tan feliz y tan miserable. Ella, quien se había prometido no ser como su madre, esclava al amor de un hombre, se había comprometido con la persona que a su parecer le ofrecía todo lo que ella podría haber imaginado.

El silbido de los trenes que arribaban la sacó de su estupor. ¿Cómo había llegado a este punto? No comprendía la sucesión de eventos que la habían traído hasta aquí. La gente a su alrededor se movía como en sueños. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande. Sentía que la vida le estremecía, como un escalofrío. Oía los murmullos de la gente que pasaba junto a ella, que tropezaba con sus maletas. La voz que anunciaba las distintas salidas de la estación, lejana y constante. Recordó entonces las flores que había sentenciado a muerte en su habitación, sin cambiarles el agua, sin cuidados yacerían inertes y sin la belleza que alguna vez reflejaron. ¿Pasaría aquello también con las mujeres? ¿Pasaría aquello con el amor? El horror de los amantes inexpresivos, cansados, mancillados. Horror, horror.

¿Cuánto tiempo llevaba sentada en este banco? Los minutos le parecían días, las horas simples segundos. Había salido de la casa en la que vivió los últimos dos años envuelta en un mar de llanto. Los detalles se le escapaban. Habían hablado, habían peleado, habían llorado, había confesado su traición y finalmente le había expresado su soledad. Se había cansado de dar y repetir frases cual oraciones frustradas. Ella, decía él, se había alejado, encerrado de forma egoísta tras un supuesto amor que sólo lo hacía pasar malos ratos. Ella, lo veía cada vez más distante, compartiendo todo con una mujer que había conocido en el trabajo. ¿Cuándo cesaron los besos? ¿Cuándo habían cesado las caricias? Al final sólo quedó el silencio. Un silenció estático, inmóvil, vacío y sin promesa. Si tan sólo hubiese estado presente el viento. Viento es vida, es el ciclo, es ira, es vida. Pero no hubo nada, sólo el silencio que se escuchó más fuerte que cualquier tormenta. Era el silencio que antecedía a las decisiones.

La separación era inminente, pero nadie habló del anillo, ninguno expresó el deseo de dejarlo. Quedó en el aire un ambiente tenso, se conocían desde niños, siempre habían estado juntos ¿cómo poder separarse? Eran un solo ente. La vida sin el otro les era inconcebible. ¿Cómo podría existir esta compartida soledad? No podía dejarlo, jamás podría, era demasiado tarde. Esclava de su amor. Pero se había hecho una promesa. No podía continuar así. No podía ser un obstáculo en su propio camino. Tal vez volvería el día en que regresaran las palabras de amor a sus oídos, tal vez de él, tal vez no. Pero no hoy. Esta vez necesitaba de su propia compañía, la misma que había dejado en sus manos durante tanto tiempo. Tomó aliento, levantó la cabeza y suspiró. La gente la miraba con extrañeza, una gota cayó sobre su mano. Toco su cara, apenas reconocible para ella. Era alguien nuevo, alguien más. Sintió su presencia por unos breves instantes, pero a su alrededor sólo se encontraban desconocidos.


Volvió a mirar su mano izquierda, puso el diamante sobre la banca, tomó sus maletas y partió.